10 julio 2011

El vino del estío

Al cruzar el jardín, Douglas Spaulding rompió una tela de araña con la cara. Una línea 
aérea, invisible y única, le tocó la frente y se quebró en silencio. 
Así, con el más sutil de los accidentes, Douglas supo que aquel día sería distinto.
Ray Bradbury.


De vuelta a su origen Ela atesora cada respiración sabiendo que no faltará mucho para volver a despedirse. El viento cambia muy rápido y Ela lleva algo de aquella maga del paraguas en su mochila. Así que se mece, las hojas de un chaparro grande encima de ella toman todos los tonos de la alegría, a su derecha al fondo el motivo principal de la visita el lazo que la lleva allí de vuelta.
En el monte no hay calles, los pájaros se preguntan donde se fue el sol y si deja de mecerse es posible escuchar hasta sus alas.
Lo que más le cuesta es callarse, no estar en silencio, eso lo impone la montaña, ya se va callando Ela mientras sube, es el verde que como le teje la boca. Pero el motorcillo de su cabeza no se apaga tan fácil, cuando un mirlo pasa tan cerca que el aire tiembla en su oido, frrrs, se pierde en sonidos de dentro y es al darse cuenta que se levanta y camina.

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